Yucatán escudado

“Escudo jurídico”

Antonio Salgado Borge (*) y Rodrigo Llanes Salazar (*)

Los recientes problemas de inseguridad y violencia no han pasado inadvertidos entre los yucatecos. Diversas voces, provenientes de distintos sectores —cámaras empresariales, patronatos sindicales, organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos, medios de comunicación— han exigido al gobierno del Estado tomar cartas en el asunto.

La semana pasada, el gobierno de Rolando Zapata reaccionó ante estas demandas cambiando parcialmente el discurso oficial en torno al problema.

Es así que el pasado 30 de marzo el jefe del Poder Ejecutivo presentó la Estrategia Integral de Seguridad Pública “Escudo Yucatán”, declarando que “no basta con que Yucatán sea seguro hoy, es necesario garantizar que seguirá siendo seguro mañana”.

La pregunta es obligada: ¿cómo se garantizará esta seguridad? La respuesta del gobierno es que ésta será posible gracias a las “tres grandes vertientes que conforman el “Escudo Yucatán”: 1) la prevención social, que el gobernador caracterizó como un “Escudo social”; 2) las reformas al marco normativo penal, que constituyen un “Escudo jurídico”, y 3) una millonaria inversión en tecnología de vigilancia e inteligencia que, cual “Escudo tecnológico y logístico”, en palabras de Zapata, “blindará” a Yucatán.

La primera de esta serie de cuatro entregas estará dedicada al análisis del eje denominado “Escudo jurídico”. Mañana el lector del Diario podrá encontrar en este mismo espacio nuestras opiniones sobre el “Escudo Social”. El domingo 10 de abril abordaremos el “Escudo tecnológico” y, finalmente, el lunes 11 cerraremos esta serie revisando el contexto político en el que se da este proyecto y el mensaje que con éste se manda a la sociedad yucateca. Sin más preámbulos, invitamos al lector a entrar en materia.

Uno de los aspectos más llamativos del “Escudo jurídico” de la estrategia es el “endurecimiento” de la faceta penal del Estado, particularmente la tipificación del robo a casa habitación y al comercio como “delitos graves”.

El trabajo del sociólogo Löic Wacquant nos puede ayudar a entender este elemento. Diversos organismos y estudiosos —como Oxfam y el economista Thomas Piketty— han documentado el aumento de la desigualdad en el mundo. Es este el contexto en que Wacquant observa que el Estado neoliberal ha venido reduciendo sus políticas de bienestar social, generando así mayor inseguridad social.

Una forma de afrontar esta creciente inseguridad social es, según Wacquant, fortaleciendo la cara penal y punitiva del Estado; por ejemplo, poniendo mayores penas a los pobres que roban casas habitación y/o comercios —uno de sus libros tiene el elocuente título “Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social” (Gedisa, 2010).

Sin embargo, de acuerdo con Wacquant, la cara penal y punitiva del Estado penal no es simétrica: si bien castiga más, y de modo más severo, a los pobres, castiga muy poco a las élites económicas y políticas. Esta tesis puede ilustrarse muy bien en México, país que ocupa el sexto lugar mundial en población penitenciaria. Esto es sumamente delicado, ya que uno de los muchos y graves problemas de nuestro sistema penal es que nuestras cárceles están llenas de procesados no sentenciados.

El 80% de la población carcelaria está conformada por personas acusadas de cometer delitos del fuero común, y 31.9% de estos internos no cuenta con una sentencia condenatoria, lo que significa que están presos sin haber sido comprobada su culpa. (García Moreno, Nexos, 01/03/2016).

El abogado y defensor de derechos humanos Carlos Luis Escoffié Duarte ha señalado acertadamente que una de las consecuencias de considerar un delito como “grave” es que las personas que los cometen no tienen ya derecho a libertad provisional. Lo anterior cobra especial relevancia si consideramos que las cárceles mexicanas están llenas de personas inocentes y de individuos marcadamente pobres e indígenas, muchos de los cuales ingresan por robos tan simples como tomar una lata de sopa en un supermercado, pero que terminan siendo devorados por un sistema perverso de cuyas entrañas salen excretados como peligrosos criminales.

Bajo el estado actual de cosas, esto significa que, además de violar los derechos de muchas personas, al endurecer las penas estaríamos engrosando los centros de reclutamiento y adiestramiento de los verdaderos grupos criminales.

Tomemos como ejemplo a un individuo encarcelado por robar un autoestéreo. En lugar de ser readaptado y encaminado hacia su inclusión social como persona de bien, quien cometió este delito pasaría a ser la materia prima para quienes controlan otro tipo de delitos. En este sentido dos cosas son indispensables: 1) la posibilidad de pagar las penas fuera de las cárceles y 2) que las cárceles sean auténticos centros de readaptación.

Pero si de materia penal hablamos, no podemos perder de vista uno de los más graves problemas: la impunidad. 98% de los delitos cometidos en este país no son sancionados. De nada sirve subir las penas, llevándolas a cadena perpetua o incluso a pena de muerte — como propone el Partido Verde— si éstas terminan por ser aplicadas solo a quienes tienen la desventura de no poder pagar su camino a la libertad. Las penas sirven de poco si se percibe que es casi imposible —98% improbable— que sean aplicadas.

Nuestro país es un ejemplo de cómo, mientras haya impunidad, aumentar las penas no desincentiva el delito. Mientras que más del 60% de los jóvenes presos fueron consignados por narcomenudeo —cuestión que la legalización de drogas como la mariguana contribuiría a cambiar—, la impunidad campea entre las élites, entre Moreiras y Salinas libres, cuyos delitos suelen impactar con más contundencia a los ciudadanos.

“La persecución de delitos simples, que bien podrían haberse sancionado con penas alternativas, ‘sugiere que la capacidad de persecución criminal del Estado es baja y se limita a los eslabones más débiles de la cadena delictiva’” (García Moreno, “Nexos”, 01/03/2016).

Finalmente, un último aspecto del “Escudo jurídico” que consideramos indispensable abordar es la necesidad de que este incluya el diseño de policías no militarizadas, cercanas a su comunidad, que inspiren confianza antes que miedo.

Desde finales del siglo pasado en Estados Unidos los policías tradicionales —el policía ciudadano que brindaba la imagen de cercanía y amabilidad a los ciudadanos— ha sido gradualmente sustituido por lo que algunos llaman “policía guerrero”; un policía de formación militarizada, de imagen imponente, con la mayor parte del cuerpo cubierta y armado hasta los dientes. Las manifestaciones contra la violencia policiaca en Nueva York y otras ciudades evidencian que este formato de policía ha resultado sumamente problemático.

Por principio de cuentas, a la forma de operar de estos renovados cuerpos de seguridad se le atribuye que Estados Unidos sea el país “desarrollado” con más delincuentes muertos por operativo. También se han dado casos de civiles con algún tipo de limitación intelectual que han sido acribillados por policías que no han tenido la formación necesaria para entender la complejidad del ser humano que tienen enfrente. La norma es disparar primero y preguntar después.

Este tipo de cuerpos de seguridad también contribuyen a que la ciudadanía se sienta intimidada o amenazada por las personas que deberían garantizar que nadie les intimide o amenace. Cualquiera que haya pasado por un retén militarizado ha experimentado en carne propia la perturbadora sensación de estar a merced de aquellos que deberían de garantizar nuestra tranquilidad.

Revisar las nociones de servicio policiaco de carrera, la integración de la policía ministerial a la SSP y contar con el armamento adecuado son decisiones muy positivas; sin embargo, no se debe perder de vista la importancia del aumento sustancial en las remuneraciones y en la capacitación en cívica, académica y en materia de derechos humanos que debe recibir cada agente que forme parte de una policía.

Y es que si algo podemos aprender de la fallida “guerra contra el narco”, es que el endurecimiento del marco penal vigente y la militarización de los cuerpos policiacos son armas de doble filo.— Mérida, Yucatán.

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