Atenco, el lago y el aeropuerto: una disputa civilizatoria

Al-Dabi Olvera/Horizontal

Para los pobladores de San Salvador Atenco y comunidades vecinas la construcción del nuevo aeropuerto no es un problema de quién pone los recursos, sino de que se lleve a cabo. El NAICM es el último golpe colonizador que resistirían las tierras del antiguo Lago de Texcoco.

Inolvidable resulta la imagen de aquel gran agujero negro que rompe la metástasis de las luces citadinas.

Pero si ponemos atención a la maravillosa postal que ofrece la ventanilla del avión, se divisan ya pequeños rectángulos.

Son las pistas del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM). Así de pequeñas, comienzan a trazar una lógica humana de incorporación del enorme territorio acuoso y salvaje al conjunto de la ciudad que lo rodea.

Y es que aquel gran boquete desde el espacio es en realidad el más grande territorio de vida natural dentro de la cuenca del valle de México.

Por ello, lo que ahora lleva el nombre de vaso del Lago de Texcoco, oculto así, en la noche, es el último gran espacio a colonizar por el avance del capital urbano, un proyecto de progreso que data desde la época colonial.

Junio del 2017, la arquitecta Gabriela Bojalil, perteneciente al taller de diseño DAFdf, confiesa a The Guardian en un afán casi colonizador: «Es la única área donde todavía hay espacio para un proyecto tan largo […] es como un hoyo en la ciudad».

El tono podría extrapolarse a un científico porfirista, a un adelantado castellano, a un funcionario priista. Como antes, la colonización camina de la mano de la palabra progreso.

La revista Obras ofrece una lista de números titánicos: «4,431 hectáreas de terreno, 33 kilómetros de barda perimetral, 10,000 personas trabajando, más de 4 millones de horas-hombre hasta abril de 2017, más de 6,000 pilotes».

Además, la obra implica sacar de veinticinco a treinta y nueve millones de toneladas del fondo de la laguna: cinco mil viajes diarios de camiones que han atascado los caminos y los pueblos de la región; camiones que no solo sacan lodo, sino que llevan tezontle para rellenar el milenario cuerpo acuoso…

La colonización es una empresa urbana, plantea el historiador Porfirio Sanz en Las ciudades en la América Hispana.

Podemos trazar una continuidad temporal del proceso de violencias coloniales en lo que hoy llamamos México no solo contra los habitantes, sino contra el territorio mismo.

La ciudad, plantea Sanz, era un modelo de control diseñado desde la propia Corona española. En México, la gran ciudad capital de Nueva España debía componerse sobre la vieja Tenochtitlán. Eso implicaba crear el anverso de la vida tal cual se había desarrollado. Ese anverso es la actual Ciudad de México, producto desde entonces de la expansión de capital sobre la laguna, pero también de la resistencia de esta última.

Esta resistencia contra obras ingenieriles, construcciones y desaguas se manifiesta sobre todo con las frecuentes inundaciones que datan de la época prehispánica. Prácticamente no hay gobierno, desde los virreyes hasta los presidentes priistas, que no se hayan vanagloriado de tener la «solución final» a las inundaciones, rebeliones de un espacio que se niega a perecer.

En pleno corazón de la ciudad, a un costado de la catedral, se encuentra el Monumento Hipsográfico. Se llamaba así porque calculaba el nivel del agua del Lago de Texcoco. Encima de la medición se encuentra la estatua del artífice de los primeros esfuerzos por desalojar el agua de la laguna, el cosmógrafo Enrico Martínez, polémica figura que ideó un sistema de canales que hoy se pueden apreciar en Huehuetoca. Su intención era desviar el afluente hacia el golfo de México.

La construcción del llamado Tajo de Nochistongo y de otras obras implicó la movilización de miles de indígenas, muchos de los cuales murieron de enfermedades. El historiador Bernardo García consigna en un artículo llamado «La gran inundación de 1629» que la catástrofe mayúscula de la inundación que cubrió toda la ciudad durante cinco años se debió a que Martínez cerró las compuertas de la obra para evitar que colapsara. A causa de las inundaciones, las enfermedades, el cansancio, la obra costó la vida de treinta mil indígenas: «los pueblos indios del centro de México sufrieron por entonces una de las etapas más duras de su existencia», relata García, e hizo que miles de familias migrantes españolas salieran de la capital.

El tren del desastre avanzó desde entonces. Dos siglos después, en 1843, Frances Erskine Inglis (marquesa Calderón de la Barca) advertía en su famoso diario La vida en México que el equilibrio del lago estaba roto.

La batalla por el territorio continuó en la época liberal. Los científicos de la época porfirista usaron el término «gobernar las aguas» para hablar de sus esfuerzos por controlar el territorio lagunero. El gobierno construyó un segundo canal de cuarenta y siete kilómetros en Tequixquiac. El 17 de abril de 1900, Porfirio Díaz inauguró el Canal del Desagüe como una obra tan importante como el ferrocarril o el Palacio de Bellas Artes.

Los gobiernos nacionalistas del siglo XX llevaron el proceso al extremo, y se enfrentaron a las grandes tolvaneras de siglos de desecación. Lázaro Cárdenas intentó transformar los terrenos en tierras de labor, repartió ejidos, incluso hubo intentos para crear cooperativas de trucha, pero fracasaron. Hasta hoy, la mayor obra de desecación de la laguna ha sido la construcción de una urbe entera sobre ella. Ciudad Nezahualcóyotl ocupa hoy el lugar que correspondía a toda la laguna perteneciente al pueblo de Chimalhuacán.

Con este pequeño repaso es plausible pensar que el primer megaproyecto extractivo del continente es la desecación del Lago de Texcoco y que la transformación del lugar para acomodarlo a la economía global que esperaba España de sus colonias continúa hoy con otros dueños. La última estación del enorme tren de esta hecatombe histórica es el NAICM.

Durante su cuarto informe de gobierno, el 3 de septiembre del 2014, el presidente priista Enrique Peña Nieto anunció con bombo y platillo la construcción del NAICM justo en el vaso del Lago de Texcoco: «El mayor proyecto de infraestructura de los últimos años en nuestro país, e incluso uno de los más grandes del mundo», dijo entonces. El presidente y los promotores del proyecto aseveraron en reiteradas ocasiones que el aeropuerto atraería ciento sesenta mil empleos, además de que sería un «símbolo de modernidad». También dijeron que respetarían a comunidades y colonias aledañas.

Pero no ha sido así, varios pueblos del oriente del Estado de México, entidad que el propio Peña gobernó del 2006 al 2012, se manifiestan por los efectos que la construcción provoca en cerros, fuentes de agua y en el vaso de la laguna misma.

Hay que recordar que el proyecto del aeropuerto no es reciente. El 22 de octubre del 2001, el entonces presidente panista Vicente Fox lanzó diecinueve decretos expropiatorios contra cinco mil cuatrocientos hectáreas de tierras campesinas para construir una nueva terminal. Sus argumentos: la tierra salitrosa del antiguo lago no servía para sembrar. Mediante varios decretos expropiatorios, el presidente conservador quitaba a 4,375 familias que pretendía indemnizar a 7.20 pesos el metro cuadrado de tierras de temporal y veinticinco las de riego.

Los habitantes de los pueblos que rodeaban la laguna salieron armados con sus instrumentos de trabajo para manifestarse. Convirtieron el machete en un gran símbolo de resistencia: «ni hoteles, ni aviones, la tierra da frijoles» es todavía hoy una de sus consignas más coreadas y ejemplifica a la perfección la colisión de dos mundos. Tal fuela tenacidad de campesinas y campesinos que lograron detener el proyecto en nueve meses. Esta es una de las grandes victorias en la historia de resistencias campesinas.

Hoy, al ir de la Ciudad de México, que se extiende con vértigo, sobre la carretera que va a estos pueblos campesinos, se mira un cambio radical. Hace apenas dos años la planicie permanecía impasible. Ahora las carreteras son transitadas por enormes tráileres, los habitantes de la región denuncian que las tierras ya no son suyas, ni siquiera sus propios caminos.

Atenco significa ?a la orilla del agua’. Es un pueblo acolhua. Cuenta en sus terrenos con varios sitios sagrados. Es el pueblo más visible dentro de la resistencia de la región, y se encuentra más allá de la larga barda perimetral iluminadísima en lo que fuera total oscuridad, a veintisiete kilómetros de la ciudad de México. Una estatua de Nezahualcóyotl indica la entrada del pueblo.

Tantas veces he escuchado aquí sobre la lucha por la tierra, pero no hay lucha por la tierra sin lucha por el agua. Don Adán Espinoza, uno de los campesinos que tuvo que huir tras la represión, me dijo alguna vez que si se cerraban los tubos del desagua, vería renacer la laguna en veinte años. No lo sé de cierto, no he preguntado a los científicos, pero cada que es posible, las inundaciones en la ciudad recuerdan la vocación del espacio donde fue enclavada.

El agua es también el centro de su lucha. Los campesinos de Tocuila, un pueblo texcocano aliado de la resistencia de Atenco, me contaron también que hace tan solo cincuenta años la laguna les llegaba a la mitad del cuerpo. De ella sacaban chintetes, ahuautles, los caviares de la región. También cazaban patos canadienses que eran la delicia y llevaba navegando a vender hasta La Candelaria, en la Merced. Esta forma de «vida lacustre», conservada por siglos, tiene hoy sus resabios pese a las grandes olas colonizadoras del lago.

Como hoy, los pueblos de la región no permanecieron pasivos. No es la primera vez que enfrentan el fuego. Las fiestas del 5 de Mayo son celebradas con cañones de pirotecnia para recordar los batallones de Atenco que enfrentaron a las fuerzas invasoras del imperio francés. Atenco también participó en la Revolución mexicana y a cambio logró la repartición de tierras de su ejido, aquel que iba a ser expropiado por Vicente Fox, y sufrió cambios de uso de suelo durante el actual gobierno de Peña Nieto.

Las violencias de la historia han estado también sobre Atenco. En 2006 tenía una fuerza mayúscula, crecido por sus logros sociales y por el referente que construyeron. En pleno contexto electoral, López Obrador llevaba la ventaja ante el candidato del PAN, campesinos se unieron a la iniciativa zapatista de La Otra Campaña. La visita del subcomandante Marcos fue monumental una semana antes de la represión. Cientos de personas de reunieron en la plaza del municipio.

Pocos días después, ante una provocación montada en Texcoco en la que participaron integrantes de todos los partidos políticos, el entonces gobernador Peña Nieto desató una represión de niveles colosales. Al menos tres mil elementos de diversas corporaciones policiacas entraron al pueblo. Gas, bombas, golpizas televisadas.

El documental Romper el cerco muestra opiniones que apuntan hacia el montaje de un operativo de contrainsurgencia con la tortura sexual como método. Hoy el caso Atenco está en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El presidente que impulsa de nuevo el aeropuerto contra los pueblos campesinos podría enfrentar la justicia internacional por la represión desatada, la cual reivindicó durante su campaña presidencial y le valió la protesta de los estudiantes de la Universidad Iberoamericana el 11 de mayo del 2012.

«Atenco no se olvida» decía una manta colgada en las escalinatas de La Ibero durante aquella protesta. Y es que el saldo del operativo de Atenco fue de doscientas personas detenidas, denuncias por tortura sexual contra veintiséis mujeres, y dos jóvenes muertos: Alexis Benhumea y Javier Cortés.

Cuando el empresario Carlos Slim, uno de los mayores beneficiarios de la obra, y los candidatos a la presidencia de México hablan del tema del nuevo aeropuerto olvidan toda esta historia, especialmente la última parte.

La olvidan o quizá la ocultan. Los dimes y diretes entre el priiista José Antonio Meade, el panista Ricardo Anaya y el morenista Andrés Manuel López Obrador no pasan del tema de las licitaciones, de la posible corrupción en la licitación de contrato; ¿acaso alguien habla del hundimiento de la obra?, pero es curioso que quienes habitan la región son totalmente silenciados. ¿Se les toma como receptores de empleo y desarrollo? Incluso, en conferencia de prensa del 16 de abril, Slim confesó sus pretensiones civilizadoras: «El NAICM es un detonador que yo nunca antes había visto en una ciudad. No sólo importa si está en la ciudad, sino que se ubica en donde más pobreza hay […] Este nuevo aeropuerto permitirá transformar a todos los habitantes de esta zona».

«Quieren que seamos los que trapean el aeropuerto», me dijeron alguna vez los campesinos del lugar.

La retórica de Slim es la misma retórica de la construcción de ciudades, de la evangelización colonial, de la modernidad de los tubos que desecaron la laguna: el gobierno del agua porfirista es hoy la construcción de albercas reguladoras de aguas negras.

Los candidatos insisten en que la inversión total es de siete billones de pesos. Su cancelación costaría ciento veinte mil millones de pesos. Este es el motivo que esbozan Meade, Anaya y Slim para aseverar que es imposible su cancelación.

Sin embargo, los campesinos de Atenco lanzaron una carta pública a Slim en la que respondieron: quién ha invertido más, ¿usted o nosotros? Detallan entonces la historia de violencias que ha pasado por su pueblo desde las expropiaciones de tierras hechas por los gobiernos panistas en el 2001; quienes en aquel entonces no se espantaron de arrebatar propiedad social.

Desde que comenzó la construcción del NAICM, la geografía de la región oriental de lo que llamamos Estado de México es afectado en diversos puntos. Un mapa de agravios nos llevaría desde las altas montañas de Temascalapa, pasando por otros rebañados cerros de donde se extrae el tezontle para hacer los rellenos del esponjoso lago. De acuerdo con una nota de la revista Proceso de agosto del 2017, comuneros de los municipios de San Martín de las Pirámides, San Juan Teotihuacán en una cadena montañosa con elevaciones nahuas: Teclalo, Tepozayo, Tlaltepec, Tecomazuchitl, formaron un frente aliado a Atenco para detener la extracción de material de sus montañas.

La geografía del desastre ahora amenaza al cerro de Chiconautla, que podría ser cortado en próximas fechas para permitir los vuelos. O la comunidad de Tlaltica, del municipio de Otumba, donde extraen basalto para el aeropuerto. O el relleno de lodos tóxicos que salen de la construcción y que durante meses fueron vertidos en la comunidad de Tlaminca, en Texcoco, en parte del Parque Nacional Molino de Flores. También están los lugares donde sale el agua para la obra en todo el municipio de Texcoco.

Atenco y los pueblos que se le han unido en esta lucha han enfrentado situaciones difíciles. El contexto ya no es el mismo del 2001. Ya no mueven cientos de campesinos. Muchos ejidatarios ya murieron, fueron comprados o los hijos vendieron las tierras. Lo que arrastra ahora a Atenco es un aire mítico y un modo de hacer las cosas.

En otra carta, los campesinos de Atenco invitan a López Obrador a visitar su pueblo. Ante su reconsideración de hacer el aeropuerto, pero con recursos privados, los campesinos le responden: «Nuestro dilema no está en seleccionar quién o cómo habrán de despojarnos de la vida. Nuestro dilema no está en si se hace con dinero público o privado. No se trata de saber si los empresarios son ‘honestos’ o ‘corruptos’, o de si se hará con licitaciones transparentes, o con adjudicaciones directas. Nada de eso». La pugna real, le dicen a Andrés Manuel, es la de la madre tierra contra el dios dinero.

La última vez que miré el lago fue desde la orilla extrema de Ciudad Nezahualcóyotl. Era de nuevo de noche y veía luces y oscuridad, el escenario que da claves para leer la urbe, la metástasis, como dije. Y las resistencias como constelaciones. Veo desde una ciudad que no debía existir un despojo de la parte de la laguna que correspondía a Chimalhuacán, otro de los pueblos de la orilla del lago. Todavía la oscuridad, desde aquí, alberga la vida.

Nuestra figura es trágica, se construye con los retazos de la expansión sin fin del capital y de algo más viejo: la urbanidad. Aún con esas contradicciones, podemos preguntarnos como habitantes de la urbe: ¿hace realmente falta un nuevo aeropuerto?, ¿a quién le hace falta?

Ya no miro desde un avión. Ahora tengo la oportunidad de mirar desde los cerros de Coatepec y Tepetzinco, dos pequeñas y curiosas elevaciones que contienen piedras grabadas. Desde aquí se mira todo lo que pudo ser la laguna, ahora invadida por la barda perimetral del aeropuerto. La construcción del aeropuerto implica el último paso, el definitivo, de la gran catástrofe civilizatoria que implica la centenaria desecación de la laguna. Como proceso que integró varios proyectos, este es el último del poder. Es el definitivo, pues no hay espacio para más. Si bien hay pedazos que resisten en Chalco, Zumpango y Xochimilco, el gran vaso vivo se extiende todavía en la cuenca de México.

Así que, miremos donde miremos, desde un avión de noche, con la oscuridad de aquel vaso, es imperativo pensar que la posibilidad de volar más implica la caída de un modo de vida íntimo de México, el campesino, y el lacustre con sus pequeños resabios. Y que en la oscuridad de ese vaso despreciado se encuentra el territorio donde es posible la vida. Solo hace falta caminarlo, navegarlo de la mano de quienes lo han defendido por cientos de años.

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