Holbox, el paraíso que muere lentamente

Tatiana Maillard y Juan Manuel Coronel / Animal Político

Cada 60 minutos, desde Chiquilá parte un ferri hacia la isla de Holbox. El bullicio del puerto ahoga el sonido que hace el papel cuando la mujer encargada de recibir los boletos rasga la orilla de uno más. Doscientos seis, doscientos siete, doscientos ocho boletos se quiebran entre sus dedos, antes de ser devueltos a las manos de la fauna vacacionista. La mujer es joven, su piel está barnizada por una capa lustrosa. Frente a sus ojos rasgados siguen desfilando los recuadros de papel. Doscientos nueve, doscientos diez.

—¡Que ya no vendan más boletos! —le grita preocupada desde la proa otra mujer muy parecida a ella: joven, de estatura pequeña, cabello negro recogido y gorra neón. Doscientos once. Doscientos doce. La chica asiente, sin dejar de romper boletos. A través de su walkie talkie, repite la orden de no vender más boletos a los encargados de la taquilla. Los visitantes siguen arribando al puerto de Chiquilá. Doscientos trece. Doscientos catorce…

Doscientos quince pasajeros abordan el ferri. En las pantallas de los televisores ubicados en ambos lados de la cabina aparece la imagen estática de un mar azul surcado por unas letras gigantes que forman la palabra: BIENVENIDOS. Sobre la imagen se anuncia la capacidad de pasajeros del navío: 150 personas.

Hasta antes de la llegada de los ferris no existían caminos masivos a las costas de Holbox, por eso durante mucho tiempo se consideró esta franja de arena blanca y olas mansas un paraíso escondido: la temperatura ambiente es siempre de 30 grados; los flamencos vuelan a ras de la playa; sus atardeceres son postales en Instagram, sus aguas azul turquesa son santuarios de especies marinas como el tiburón ballena. Tanta exuberancia está separada de la península por la laguna Yalahau, en donde alguna vez se abrió una garganta marina profunda a la cual debe su nombre la isla: Holbox significa en maya “agujero negro”.

En 1889, Alice Dixon le Plongeon, fotógrafa y arqueóloga, visitó la isla y la describió como “un pintoresco pueblo indígena donde sus habitantes se ganaban la vida capturando tortuga para enviarla a las Honduras Británicas”. Mucho ha cambiado. La isla ya no es un pueblo que se sustenta por el trabajo de su pesca artesanal. Su vocación principal es recibir a los pasajeros de los atiborrados ferris.

Hace solo diez años el pueblo consistía en 20 cuadras trazadas sobre la arena, como si un niño lo hubiera cuadriculado con una vara. Sus casas se construían con madera y palma de guano, materiales que daban al pueblo una apariencia rústica y acogedora. Ahora son más de cien cuadras y la mancha urbana se extiende desde el centro fundacional hasta Punta Cocos.

Desde hace cinco años los poco menos de 1,500 habitantes originales de Holbox han visto incrementarse la infraestructura turística de alto impacto. En temporada alta, este espacio de tan solo 1.5 kilómetros de ancho y 44 de largo, llega a recibir hasta 18,000 habitantes. Sin embargo, los recursos (agua, drenaje, luz), están contemplados para abastecer a no más de 2,000 personas. A pesar de la intervención del gobierno, reportes de organizaciones como el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda) y la Asociación Civil Casa Wayuú, documentan que el ecosistema, los depósitos de agua subterránea y las especies han sido dañados sin remedio por el crecimiento vertiginoso.

En Holbox no solo se erosiona el territorio, sino también la memoria. Poco se sabe de su historia. Los registros cronológicos de esta isla que estuvo abandonada más de tres siglos después de la Conquista están dispersos en un puñado de libros y existen apenas un par de estudios antropológicos sobre la comunidad pesquera. Si uno busca información sobre Holbox, lo primero que destacará es la promesa de unas vacaciones de folleto y un centenar de estudios sobre su biodiversidad. Se podría decir que se sabe más de las algas de sus mares que de los pobladores que, desde el siglo XIX, habitan la isla.
MEMORIA QUE PERSISTE

Algo tienen los panteones que animan siempre a contar historias. Don Edgardo se siente enfermo, ya no quiere estar ahí, rodeado de tumbas. Sin embargo, a pesar de la náusea y el súbito dolor de cabeza que acaba de germinar en su sien, continúa hilando sus recuerdos. Lo primero que sale de su boca es un lamento por la imperceptible distancia que existe entre sus ancestros, que reposan debajo de las lápidas, y las bolsas de basura que se erigen como montañas fétidas a un lado. Las 14 toneladas de desperdicios que llegan diario al Centro de Transferencia Sanitario de la isla han derribado la barda que lo separaba del cementerio. Don Edgardo, mejor conocido en la isla como don Gadín, vuelve a sentir retortijones y espasmos. El olor de las aguas residuales y la basura han alejado a la población del panteón.

Tres generaciones de sus antepasados están aquí enterradas. Pescadores de tiburones, recios y longevos que morían casi todos con cien años de edad.

“Las madres tiraban nuestros ombligos al mar para augurarnos suerte en la pesca y para que no le tuviéramos miedo al mar”, recuerda don Gadín con sus 74 años.

Él fue la última generación de pescadores que nunca aprendió a nadar. Meterse en el mar era imposible sin salir ileso. Antes de ser ese destino turístico de aguas tranquilas, la isla de Holbox era conocida como la isla de los tiburones.

“No eran los inofensivos tiburones ballena que atraen a los turistas. No. Se trataba de tiburones martillo y tiburones blancos que se acercaban hasta la playa por las carnadas de los pescadores”, rememora don Gadín, con la boca torcida en un intento de sonrisa.

Los habitantes de Holbox fueron hábiles cazadores de tiburones que salían al mar en embarcaciones de madera llevando únicamente líneas y arpones. A su regreso cortaban al tiburón en tiras, lo salaban, hervían los hígados para extraer el aceite. Posteriormente vendían todo eso a los barcos cubanos que anclaban cerca de la isla, o bien, a los que iban hacia Puerto Progreso. La pesca de tiburón creció durante la Segunda Guerra Mundial por la demanda de aceite, pero cuando se consiguió elaborar sintéticamente la vitamina A, la venta se desplomó.

Holbox

Las 14 toneladas de desperdicios que llegan a diario al Centro de Transferencia Sanitaria han derribado la barda que lo separaba del cementerio. Foto: Cuartoscuro.

Entonces ocurrió el boom de la langosta en los años 80 y la prosperidad volvió a la isla. Eran la envidia de sus vecinos de Chiquilá y otros pueblos del municipio de Lázaro Cárdenas, en donde, según el Coneval, el 71 por ciento de la población vive en condición de pobreza. Se decía que mientras todos batallaban para comer, en Holbox bastaba con sumergirse en el mar unas horas para conseguir alimento.

Dentro de la isla no circulaba dinero. Los billetes se rompían de viejos, abandonados, llenos de salitre. Nadie lo necesitaba porque el trueque era la vida diaria. Salían a altamar para intercambiar langosta, pargo, peto, jurel, mojarra, guachinango y cazón, las principales especies que capturaban según los anuarios de pesca.

En aquellos tiempos, al igual que ahora, conseguir agua bebible en la isla era un reto. No contaban con pipas de tandeo y dependían del agua de lluvia. En los periodos de carencia, don Gadín hacía una expedición con su barco de vela hacia la orilla más cercana en donde una vez existió un ingenio azucarero que se alimentaba de un manantial. Ni el ingenio azucarero ni el manantial existen ya.

Don Gadín quita bolsas de plástico de las tumbas, pero acaba por rendirse. En la isla ni siquiera conocían las bolsas de plástico, recuerda. Ellos usaban hojas de uva y morrales. Ahora están inundados de plástico inútil.

“Resulta sorprendente que todo haya cambiado de un día para el otro. Todo fue remplazado por el turismo. Creo que muchos no estaban preparados para eso”, explica abrumado cuando realiza un pequeño inventario de todo lo que cambió en solo 20 años.

Las nuevas generaciones migran a trabajar como maestros en Cancún y Playa del Carmen, los únicos que se quedan son los mayores y los trabajadores eventuales de los hoteles. Población flotante le llaman. De las historias de la isla ya pocos se acuerdan.

“Holbox tenía un olor a flores, a fresco, a lluvia limpia. Ahora huele a enfermedad. Creo que la destrucción de nuestro pueblo sirve para darnos cuenta de dónde estamos y para permitirnos luchar por recuperarlo. Holbox siempre ha tenido el don de defenderse solo. Ya veremos”, dice, y se seca el sudor en medio de ese camposanto que se niega a ser parte del basurero. Don Gadín escupe saliva amarga. Afuera del cementerio solo reina el silencio.
LA CASA DEL MAPACHE

Toda mudanza es la crónica de un escape y un reencuentro. Una se deshace de golpe de su historia y su pasado, abandona Colombia, toma un avión con destino a México, construye una empresa de trajes de baño y, de un momento a otro, decide dejarlo todo una vez más y empezar de nuevo en una isla del Caribe. Eso le pasó a Morelia Montes.

“Llegué a México en 1979 con una máquina de coser portátil y un niño de siete años. No conocía a nadie, sabía medio zurcir. Empecé a hacer trajes de baño a la medida, encontré un nicho de mercado y me convertí en diseñadora. Saqué colecciones para artistas famosas, mis diseños estaban en portadas de revistas. Aunque no podía salir mi nombre porque yo estaba de ilegal, constituí la empresa y se hizo grande”. Así, Morelia sintetiza la historia de cómo creo Bari, una marca de trajes de baño con presencia nacional.

Morelia es una mujer de cuerpo magro, su sonrisa tiene la serenidad que transmiten quienes están satisfechos con el camino que ha tomado su vida. Su casa está enclavada en un terreno amplio donde nada jamás parece quedarse quieto. Niños entran y salen, perros con férulas y heridas juguetean en manadas, mapaches rasgan las jaulas para llamar la atención, gatos maúllan desde el tejado, guacamayas rojas aletean sobre los árboles. Por encima del ruido de esta jungla personal, la voz de Morelia se alza, llamando a sus ayudantes. Su casa es un albergue de animales, el único en la isla.

Morelia tiene sus recuerdos bien inventariados. El 24 de julio de 1999 llegó a Holbox a las cuatro de la tarde. Fue a la playa, le pareció hermosa. Me gustaría vivir aquí, dijo. Regresó a Colombia solo para hacer la mudanza. Construyó su casa cerca de la playa, pero en 2005 el huracán Wilma la destruyó con cinco meses de estrenada. Después puso en marcha un pequeño hotel, pero no pudo con él y lo vendió.

Lo que Morelia pensó que sería su apacible retiro, después de delegar la responsabilidad de su empresa de bikinis a su hermana, derivó en delinear su razón de ser en la isla. El refugio de animales tiene solo dos años y no ha sido fácil mantenerlo.

“Antes daba servicios básicos de medicina animal, porque no había tal cosa en la isla. Pero la gente comenzó a traerme fauna silvestre: pelícanos, serpientes, tortugas, lagartos, de todo. Tuve que aprender, hablando directamente por teléfono a los parques para que me instruyeran. Luego conseguí traer un veterinario. El refugio ha ido creciendo. Hemos llegado a tener 120 animales en este lugar tan pequeño”, asegura.

Los niños y la gente local están familiarizados con el refugio. Muchos se acercan nada más para ver y saludar a Venancio, un mapache obeso que se ha vuelto popular y es el símbolo viviente que Morelia utiliza para evitar que la gente asesine o torture a esta especie que ha dejado los manglares para escudriñar entre la basura de los pobladores.

Su refugio busca generar conciencia sobre la forma en que los habitantes conviven con la fauna, vigilar la anidación de las tortugas, cuidar a los animales domésticos callejeros y evitar que los turistas persigan a los flamencos con la intención de tomarles una foto. Morelia Montes ha dejado su país y su empresa por este reencuentro, por voltear un minuto al cielo y ver flamencos surcar el azul profundo. Hay mudanzas que duran toda la vida, piensa.
AVES SOBRE CEMENTO

Eduardo Pacheco camina en silencio entre el manglar y la playa con su cámara preparada. Con la mirada atenta escudriña entre los matorrales y las ramas altas. Su pasión es la observación de aves. Nació en el lugar indicado para darle rienda suelta.

El Área de Protección de Flora y Fauna Yum Balam, de la que es parte Holbox, fue decretada área natural protegida en 1994. Resguarda 90 por ciento de aves endémicas de la Península de Yucatán. Flamencos, águilas, halcones, golondrinas de mar, garzas, todas llegan aquí. A pesar de eso, no hay un programa de manejo que impida el crecimiento de la mancha urbana sobre áreas de anidación de estas especies.

“En mis caminatas he contado 184 especies diferentes”, dice sin ocultar su orgullo. Desde hace dos años Eduardo ayuda a la Comisión Nacional para el Conocimiento y uso de la Biodiversidad (Conabio) a monitorear la zona. A la par de esta actividad, Eduardo es secretario de la Asociación de Hoteles de Holbox, quizá la organización con más peso político en la isla. Basta con apuntar que el verano pasado, cuando la Asociación de Hoteles intentó cerrar al turismo el acceso a la isla debido a la falta de servicios, el gobierno estatal inmediatamente se sentó a negociar.

Nadie duda del poder de expansión de los empresarios hoteleros en la región. Hasta 1995 solo existían cuatro posadas sencillas que recibían a viajeros españoles e italianos. Pero, actualmente, en la isla hay 101 hoteles, según datos del INEGI. En 2014, de acuerdo con los indicadores económicos, había 2,530 cuartos de hospedaje en la isla y a la fecha el número se ha incrementado hasta el punto de no tener cifras exactas.

Pocos son los hoteleros que se han unido a los programas de sustentabilidad que Eduardo Pacheco está impulsando para que los dueños de las empresas cuiden el ecosistema. A mediados de 2017, solo 12 hoteles se habían unido a este esfuerzo. La cifra no ha aumentado.

Eduardo Pacheco busca un ave pequeña y de plumaje blanco y sedoso llamada charral mínimo. Vive solamente en esta isla y anida en Punta Coco, lugar donde ahora la actividad turística y hotelera empieza a propagarse.

“Este año encontramos dos nidos nada más, cuando el año pasado había decenas. Esas especies deben de ser nuestra bandera para demostrar la importancia de esta zona y que se impida la creación de complejos hoteleros de gran tamaño”, explica con esa mirada de ojos claros que se ciñen cuando cree ver un ave entre la maleza.

Si de algo se congratula Eduardo es de haber logrado que el gobierno de Quintana Roo atendiera las problemáticas más urgentes de la isla: el colapso del drenaje público, los constantes apagones de electricidad y la falta de agua potable. Pacheco defiende que, antes de procurar el crecimiento de los complejos turísticos, es necesario que se atienda la calidad de vida de la población. Solo así el ecosistema se salvaría también.
ENEMISTAD FAMILIAR

Hay quienes aseguran que vivir en una isla es liberarse de la inmediatez de las redes sociales, el entretenimiento on demand o la tiranía del horario de oficina. Una isla propicia la relación espontánea con la naturaleza y el reconocimiento completo de la comunidad. Así era antes en Holbox, o al menos así lo recuerda Gamaliel Zapata: esta era una isla de niños que corrían entre los patios de todas las casas, desnudos bajo la lluvia y que trepaban a las palmeras para bajar cocos.

Hoy, cuando sale de su casa, en vez del manglar y el trinar de las aves, Gamaliel se encuentra con el bullicio de un hotel de cinco estrellas y cuatro pisos de alto, una altura inusual para la isla, como también resulta extraño el tiempo que tardó su construcción: menos de tres meses. Gamaliel descarta siquiera algún día poder pagar el costo de una habitación ahí.

“Aquí es un pueblo sin ley donde quien tiene dinero hace lo que quiere. Construcciones en áreas protegidas, destrucción de manglares, tours en helicópteros sobre áreas de anidación de aves endémicas, cualquier cosa está permitida”, asegura Gamaliel con amargura, pero sin perder su aura de tranquilidad isleña.

Gamaliel Zapata es un hombre robusto que se ha ganado el apodo de Gringo por su tez apiñonada y su pelo rizado. Como ocurre con muchos de los habitantes de Holbox, su apellido es la herencia de piratas y extranjeros que desembarcaron en la isla y de quienes solo quedaron los apellidos que predominan en la isla: Moguel, Ancona, Sabatini, Zapata, Betancourt, Argüelles, Cetina, Coral, Canto, Jiménez, Ávila.

Es maestro en una escuela rural de El Milagro, una zona marginal a las afueras de Cancún, en donde ahora vive con su familia. Los fines de semana regresa a Holbox para supervisar la construcción de su propia vivienda. Con el boom de pesca de la langosta, su generación consiguió que sus padres los apoyaran para estudiar la preparatoria y la universidad fuera de la isla, aunque, al concluir la escuela, optaban por regresar. Era normal encontrar contadores o ingenieros al abordaje cada mañana en los botes de pesca, porque se ganaba mejor y se estaba cerca de la familia. Han pasado dos décadas y ahora únicamente sobreviven tres cooperativas pesqueras. Ahora es más rentable dedicarse al turismo, al hospedaje o a los negocios de comida y bebida.

Al igual que Gamaliel, muchos salen de la isla para buscar oportunidades de trabajo y, cuando regresan años después, se encuentran con casas nuevas, rostros desconocidos y una vista irreconocible.

Holbox no estaba acostumbrado a los cambios demográficos. En 1902, cuando se creó el Territorio Federal de Quintana Roo, solo había 305 pobladores. En 1950 seguía sin superar los 300 habitantes, pero de 1950 al 2000 la población se cuadriplicó. Hoy albera 1,486 pobladores, según el INEGI. Para Gamaliel el problema no es tanto el crecimiento de la población como la destrucción del tejido social del pueblo. Holbox tiene una cicatriz que aún hoy sigue enfrentando a las familias, a hermanos con hermanos, a vecinos contra vecinos, incluso hasta llevarlos a enfrentamientos violentos con heridos.

Todos recuerdan el nombre de La Ensenada, un megaproyecto turístico compuesto por 875 villas y condominios, tres hoteles, un área comercial y un puerto. El proyecto les pertenecía a empresarios entre los que se encontraba Fernando Ponce García, dueño de Bepensa, la embotelladora de Coca Cola en la región.

Gamaliel recuerda que, después de la destrucción que dejó el huracán Wilma en 2005, los empresarios empezaron a tejer su trampa. Gamaliel Zapata era alcalde en ese entonces e incluso él vio con buenos ojos cómo los representantes de Ponce llegaban con electrodomésticos, dinero para la reconstrucción, promesas de desarrollo. Todo a cambio de sus derechos ejidales. El pago que ofrecían a las familias era de 4 millones de pesos, un precio muy por debajo para estos terrenos que ahora se cotizan en dólares.

Después vinieron engaños y fraudes para acelerar la apropiación. El saldo que dejó la lucha por 12 kilómetros de playa fue 16 pobladores de la isla detenidos con supuestas acusaciones de delitos ambientales, agresiones contra otros 30 comuneros y una sociedad enemistada. Aunque Fernando Ponce terminó por retirar el proyecto, el daño estaba hecho. El pueblo quedó dividido entre los 70 ejidatarios que decidieron conscientemente vender su tierra alegando poder tener dinero y los 46 que decidieron oponerse para recuperar su hogar.

“Con la venta del ejido se hicieron cuartos al por mayor y comenzó una venta descontrolada. El pueblo ya no es la casita de madera, ahora se están construyendo grandes hoteles, comenzaron los festivales masivos, los tours constantes. Eso ocurrió porque las familias están enemistadas, familia contra familia”, explica Gamaliel.

Gamaliel Zapata, con su rostro redondo color manzana fresca y sus manos gruesas de quien alguna vez lanzó redes al mar, cierra la puerta de su casa de un solo piso. Mira con atención el nuevo hotel de diez villas que tiene enfrente, su jacuzzi, sus balcones y ventanales altos. Voltea de nuevo a su casa, blanca de puertas desvencijadas y que guarda la esencia improvisada de las cosas que se construyen en toda una vida. La isla en donde creció ha desaparecido, de un momento a otro la realidad la devoró.
POSTAL NÚMERO 5

El ferri que regresa a los vacacionistas parece dormitar sobre el agua hasta que se llena y se encienden los motores. Dentro, tras una barra que se asemeja a la de una cantina, Marlene pelea con el cable de sonido de una bocina inservible. Su boca color clavel se tuerce como una línea mal dibujada. Es cubana. “Yo soy una artista”, se define a ella misma en voz alta como si extendiera una tarjeta de presentación. Su labor consiste en interpretar canciones de moda durante los 20 minutos que dura el trayecto.

Tratando de disimular su fastidio, Marlene conecta el cable del amplificador y el woofer comienza a toser la melodía de “Despacito”. Como el aparato tiene un corto, la música se escucha a veces sí, a veces no.

“Llevo 20 años viviendo en México, me vine a la isla a trabajar porque en Cancún es difícil y aquí aprecian lo que hago. Aunque ya estoy algo harta, te digo, yo no puedo trabajar con tantas fallas”, dice la mujer de vestido entallado que intenta de manera tosca hacer que su amplificador funcione.

Holbox

Marlene se decide a interpreta otra canción. Su voz es suave, ronca y desafinada. La música se apaga. Los que no están tomando fotos y video de la cortina de agua que se eleva y empapa las ventanas de la cabina, aplauden con desgano. Marlene explica que la bocina se cayó hace unos días y desde entonces dejó de funcionar. Pero ella es una artista. Lo recalca al darse por vencida cuando la bocina deja de funcionar.

A capela canta la primera estrofa de “La vida es un carnaval”, deja caer el micrófono en la barra, y eleva el tono de su voz, mientras aplaude y mueve las caderas. Cerca de los tacones que sostienen los pies de Marlene gatea un niño de cabello rizado que juega sobre la alfombra azul con una paleta relamida. El niño comienza a llorar y extiende los brazos hacia Marlene, su madre, que recibe otro aplauso diluido. Marlene carga al niño que se lleva a la boca la paleta y pasa entre la gente con un cuenco de cristal. Solo emerge un ligero tintineo del cristal cuando caen apenas unos pesos.

Es todo, fin del viaje. Marlene sale de la embarcación con el niño. Voltea sobre el muelle y extiende el brazo con efusividad para saludar a un hombre negro y robusto que es su compatriota. El cubano usa una boina y gafas oscuras, carga una bocina como la de Marlene y se sube a un ferri que está listo para regresar a la isla. Responde con mansedumbre al saludo, sin muchas ganas. Tampoco parece ser un buen día para él. Ambos cruzarán la laguna unas diez veces durante su jornada. Como un péndulo, oscilarán entre la promesa del paraíso y la realidad ordinaria.

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