México: Las matanzas continúan, la impunidad reina

Lino González Veiguela
Categoría: Derechos humanos México Narcotráfico

La desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa hace casi ocho meses no fue un suceso aislado en la historia reciente mexicana. A continuación, comentamos cuatro casos de asesinatos masivos y ejecuciones extrajudiciales en los que, a la violencia del crimen organizado, se suma la complicidad directa o indirecta de autoridades políticas, policiales o militares. En todos ellos, las versiones oficiales iniciales se presentaron con una falta de correlación, casi absoluta, entre el relato y las evidencias y testimonios. Ninguno de ellos ha sido aún resuelto judicialmente.

Cadáveres de migrantes en Tamaulipas, 2010 y 2011

Lugar: Municipio de San Fernando, Estado de Tamaulipas

Autoridades implicadas: policía municipal y funcionarios municipales, estatales y federales

Víctimas: (al menos) 72 migrantes asesinados

El 22 de agosto de 2010, en el municipio de San Fernando –Estado norteño de Tamaulipas – fueron asesinados 72 migrantes procedentes de diversos países de Centro y Suramérica: entre los cuerpos identificados había hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, un ecuatoriano y brasileños.

La masacre fue conocida gracias a la denuncia de un migrante ecuatoriano. Las autoridades mexicanas atribuyeron la matanzas a miembros del cártel de Los Zetas, fundado por ex militares mexicanos –entre sus efectivos se cuentan también ex militares kaibiles guatemaltecos– que comenzaron a mostrar su brutalidad como brazo armado del Cártel del Golfo antes de independizarse como organización criminal.

Unos meses más tarde, en abril de 2011, el mismo municipio de San Fernando, situado a unos 150 kilómetros al sur de la frontera con EE UU siguiendo la autopista federal 101 (conocida como la “carretera de la muerte” por los frecuentes asaltos y secuestros que se producen en su trazado), sería escenario del descubrimiento de la primera de varias fosas comunes en las que reposaban cerca de 200 cuerpos. Los cadáveres, tanto de mexicanos como de migrantes centro y suramericanos, pertenecían en su mayoría a hombres y mujeres secuestrados mientras viajaban en autobuses rumbo a la frontera. El secuestro de migrantes por parte del crimen organizado se había convertido en un negocio rentable y las víctimas de estas acciones aumentaron exponencialmente durante el sexenio de Calderón.

La versión oficial: los culpables habían sido de nuevo los Zetas. Sólo y exclusivamente los Zetas. Tiempo después las autoridades mexicanas anunciaron la detención de 17 de los 25 policías municipales de San Fernando, acusados de “proteger” a este cártel. Desde 2010, organizaciones como Amnistía Internacional pidieron en reiteradas ocasiones que se hiciesen públicos los documentos de la investigación, incluidos los expedientes abiertos contra esos policías detenidos. La fiscalía se negó aduciendo que esa documentación era secreta, y que lo sería durante 12 años.

A finales de 2013, sin embargo, la ONG National Security Archive (NSA) –nada que ver con la Agencia Federal NSA–, consiguió que el Gobierno estadounidense desclasificara cables diplomáticos enviados por algunos de sus funcionarios desde México. En ellos, y en base a las fuentes de la DEA, se apuntaban nuevos posibles datos sobre la situación de Tamaulipas. Desde las maniobras de las autoridades mexicanas para reducir en las versiones oficiales el número de muertos encontrados, hasta la posible implicación directa de la policía municipal, que habría detenido alguno autobuses y detenido a migrantes que luego entregaba a los grupos del crimen organizado. Esas y otras acciones de la policía, les habría hecho merecedores del mote de Polizetas. En un cable se comentaba también que los Zetas podrían estar asesinando migrantes para perjudicar a sus antiguos patrones, el Cártel del Golfo, que había convertido el secuestro de éstos en un negocio: obligando a las víctimas a que llamasen a familiares para que enviaran una cantidad económica a cambio de su rescate. En un artículo publicado hace unos meses sobre la relación entre México y Estados Unidos, la NSA señalaba otro punto importante a la hora de comprender qué estaba ocurriendo al sur de la frontera: ““El caso de Coahuila evidencia también cómo funcionarios estadunidenses en México regularmente reciben información sobre las ligas del Gobierno mexicano con el crimen organizado y los abusos, al mismo tiempo que Washington provee equipamiento, asistencia y entrenamiento a las corporaciones involucradas”. En el marco del plan Mérida, EE UU entregó a México unos 2.500 millones entre 2008 y 2013.

Un pueblo arrasado durante varios días, marzo de 2011
Lugar: pueblo de Allende, Estado de Cohauila

Autoridades implicadas: por omisión de sus funciones, autoridades municipales, estatales y federales

Victimas: en torno a las 300 personas

El viernes 18 de marzo de 2011, entre 40 y 50 camionetas estilo pickup cargadas de hombres armados, entraban en el pueblo de Allende, de unos 20.000 habitantes, a unos 50 kilómetros de la frontera con Texas. Comenzaba en ese momento uno de los capítulos más terribles y significativos de la impunidad con la que los grupos criminales pueden actuar en México. La historia no se conocería hasta comienzos de 2014, ocultada por autoridades de todos los niveles.

Durante varios días, los comandos criminales pertenecientes a los Zetas, fueron tachando objetivos de las listas que llevaban los domicilios y las personas que estaban buscando. Casa por casa, fueron secuestrando a decenas de personas. También se llevaban los bienes de más valor que encontraban, dejando el resto a merced de los saqueadores locales, incluidos policías municipales. Los saqueos y secuestros continuaron durante varios días, sin que las autoridades locales, estatales ni federales hiciesen nada para impedirlo, a pesar de que algunas de ellas habrían tenido conocimiento de los hechos mientras se estaban. Desaparecieron entre 200 y 300 personas, muchas de ellas familiares de dos ex miembros de Los Zetas que, según los testigos, habían traicionado al grupo criminal, pasándose al otro lado para colaborar con la agencia estadunidense de la DEA. Se calcula que en total desaparecieron entre 30 y 40 núcleos familiares del municipio. Sus casas fueron destruidas tras los saqueos, usando granadas de mano o directamente piquetas. Cuando los narcos dieron por concluida su misión días después de su llegada, subieron de nuevo a sus camionetas y se fueron.

Pasaron casi tres años en los que no se habló del caso, aunque rumores llegaron hasta las redacciones de algunos periódicos locales. Las autoridades que no actuaron durante la masacre, tampoco cumplieron con su obligación de investigar. En todo ese tiempo de silencio, el Estado de Cohauila fue uno de los más afectados por la descomposición institucional: la Fiscal General de Cohauila, Claudia González López, que debería haber abierto la investigación, sería destituida meses después de la masacre –aunque no a causa de ella– al descubrirse que había ofrecido protección a los Zetas; el secretario de finanzas del Estado se entregaría a las autoridades texanas en El Paso por lavado de dinero, delito del que había sido acusado al otro lado de la frontera; el entonces gobernador interino del Estado sigue en busca y captura acusado de robar dinero de las arcas estatales.

No sería hasta enero de 2014 que se descubriría una fosa común en las inmediaciones con los restos de unas 300 personas. El hallazgo forzó el inicio de una investigación que, hasta la fecha, no ha conseguido remediar la impunidad, ni aclarar si todos los desaparecidos fueron asesinados. Como ha resumido el periodista mexicano Diego Osorno en su crónica sobre la matanza de Allende: “De acuerdo con otros testimonios recolectados, el hombre que dirigió la masacre de la primavera en este pueblo con manantial se llamaba Gabriel Zaragoza y le decían Comandante Flacaman. En 2012, Comandante Flacaman fue asesinado en San Luis Potosí por sus mismos compañeros, durante otra guerra interna. De los demás ejecutores no se sabe nada. Tampoco de los funcionarios que permitieron esta masacre”.

Ejecuciones militares en el Estado de México, 30 junio 2014
Lugar: pueblo de San Pedro Limón, Tlatlaya, Estado de México

Autoridades implicadas: Ejército

Víctimas: 22 (de las que 21 habrían sido ejecuciones sumarias)

Según la versión oficial, el pasado 30 de junio de 2014, en el pequeño pueblo de San Pedro Limón, al sur del Estado de México, a escasos kilómetros de la frontera con el Estado de Guerrero, efectivos militares se vieron obligados a repeler un ataque de miembros del crimen organizado. Tras un prolongado intercambio de disparos, las víctimas mortales ascendieron a 22, 21 hombres y una menor de edad, todos delincuentes, según las autoridades. Dos soldados habían resultado heridos. Ningún delincuente haría quedado con vida. En la operación se decomisaron 38 armas cortas y largas y una granada de fragmentación. También se liberó a tres mujeres secuestradas.

Los medios de comunicación, sin embargo, no tardaron demasiado en cuestionar esa versión oficial.

Ocho días después de que se produjesen los hechos, la agencia de noticias Associated Press (AP) publicó una nota en la que se afirmaba que la versión oficial no se sostenía, contradicha tanto por las evidencias como por los testigos de los hechos. En la nave industrial en la que se había producido el enfrentamiento entre militares y criminales, no había signos de ese largo intercambio de disparos. Sólo indicios –confirmados por algunos testigos– de que se podría haber tratado de un fusilamiento extrajudicial, al menos en el caso de algunos de los fallecidos. En septiembre de ese mismo año, la edición mexicana de la revista Esquire, publicaba un reportaje, firmado por el periodista español Pablo Ferri, con un testimonio que contradecían igualmente la versión oficial: 19 de las 22 muertes habrían sido ejecuciones extrajudiciales a sangre fría, incluida la chica de 14 años, herida en un pierna durante el tiroteo y posteriormente rematada por un soldado a sangre fría. A pesar de este testimonio y de las evidencias de fusilamientos en una de las paredes de la nave reportadas por la agencia AP, las autoridades contactadas por el periodista que se prestaron a comentar el caso –que no fueron todas– afirmaron que en la investigación en curso no se habían encontrado evidencias que desmintieran la primera versión oficial.

Las informaciones publicadas desde entonces señalan que los supuestos responsables de las ejecuciones habrían sido tres militares pertenecientes al 102 batallón de infantería de la 22 Zona Militar, estacionados en San Miguel Ixtapan, suroeste del Estado de México. No era la primera vez que los militares de esa zona eran acusados de cometer delitos. El diario Reforma había publicado que, según documentos oficiales, entre 2010 y 2011 efectivos de ese batallón habían recibido dinero a cambio de informar al cártel de La familia (Michoacana) sobre las operaciones de su unidad. Seis militares, incluidos dos oficiales, fueron acusados por ello. En diciembre de 2013, meses antes de la matanza de San Pedro Limón, algunos integrantes del batallón habían abierto fuego contra una camioneta en la que viajaban unos cazadores que regresaban de una cacería, matando a cuatro funcionarios municipales de un pueblo del Estado de Guerrero. La zona había registrado una alta actividad criminal, incluidos asesinatos de miembros de las fuerzas del orden. La tensión era máxima.
Sacar el Ejército a las calles usándolo para realizar funciones policiales fue una de las medidas implementadas por el Gobierno de Felipe Calderón cuando decidió iniciar su guerra contra el narcotráfico. El motivo principal aducido por las autoridades para esta instrumentalización de los militares fue que el resto de fuerzas del orden –a nivel federal, estatal y municipal– estaban infiltradas por el crimen organizado en mayor o menor medida. Algo que era y sigue siendo cierto: sin embargo, también entre el estamento militar se habían registrado condenas por connivencia con el narcotráfico. Incluidos generales con varias estrellas encargados de luchar contra el narco. La medida se ha demostrado equivocada, y no son pocos los militares que la consideran también equivocada: ha sido ineficaz, erosionando gravemente el prestigio del Ejército; y ha causado numerosas violaciones de los derechos humanos por parte de efectivos militares denunciadas ante instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La ONU ha reiterado que no es conveniente el uso de miliares en funciones policiales: ni están cualificados para ello, ni suelen contar con una formación adecuada en derechos humanos.

Sigue sin conocerse la identidad de los 22 asesinados en San Pedro Limón. La cuestión de si eran o no criminales es importante, hay indicios para afirmar que al menos algunos de los muertos lo eran. Pero es mucho más importante saber si para combatir al crimen organizado los militares recurrieron a la ejecución extrajudicial. A raíz de las noticias publicadas en los medios, la Procuraduría General de la República (la Fiscalía, conocida como PGR) ha abierto una investigación civil sobre los hechos. Mientras la investigación estuvo bajo jurisdicción militar, la Comisión Nacional de Derechos Humanos había denunciado la falta de cooperación de la fiscalía militar para sus abogados tuviesen acceso a los expedientes de la investigación.

Las dos matanzas de Apatzingán, 6 de enero de 2015
Lugar: ciudad de Apatzingán, Estado de Guerrero

Autoridades implicadas: policía federal

Víctimas: 16 muertos y varios heridos

“Al grito de ‘¡Maten a esos perros!’, comienzan a disparar, a matarnos”. Así recuerda un testigo el inicio de primera matanza registrada en la madrugada del 6 de enero del 2015 en la principal plaza de la ciudad de Apatzingán, Estado de Michoacán. Según ese testigo, efectivos de la policía federal habrían abierto fuego sin motivo contra los manifestantes que pasaban esa noche ocupando el Palacio Municipal de la ciudad. Protestaban contra la disolución de uno de los grupos de autodefensas que habían sido legalizados meses antes para patrullar por las áreas rurales de los alrededores con la misión de perseguir a los miembros del cártel de Los Templarios. La versión oficial: no se había producido ningún muerto en el operativo policial por balas procedentes de armas federales. Sólo se habría registrado un atropello y ocho muertos horas más tarde, poco antes de las ocho de la mañana, cuando los federales trasladaban fuera de la ciudad a las decenas de detenidos. El convoy que trasladaba a los detenidos, siempre según esa versión oficial, habría sido asaltado por civiles armados que querían liberar a los detenidos. Los muertos se habrían producido por las balas de las armas que portaban esos asaltantes.

Como parte de la versión oficial, se señaló además que entre los ocupantes del Palacio Municipal se encontraban miembros del grupo de Los Viagra: siete hermanos a los que unos acusan de ser ex templarios y de cometer diversos crímenes, y a los que otros defienden como defensores de las poblaciones acosadas por los Templarios. Las informaciones sobre la infiltración de autodefensas por parte del crimen organizado han sido frecuentes desde la legalización de estos grupos de civiles armados. La situación en Michoacán ha degenerado hasta tal punto que resulta difícil saber quién es quién y para quién trabaja: sean autodefensas, militares o federales.

El pasado 19 de abril, la periodista Laura Castellanos publicaba en la revista Proceso un artículo –divulgado al mismo tiempo por Arístegui Noticias y por Univisión– en el que resumía las versiones de los hechos que había obtenido tras 39 entrevistas realizadas sobre el terreno. También consiguió documentos, fotos e imágenes de cámaras de grabación que parecían probar que, además de haber causado al menos varias de las muertes, los federales habían recurrido a diversos medios para ocultar las pruebas de lo que había ocurrido: desde mover cadáveres hasta, supuestamente, dejar armas largas junto a los cuerpos de los asesinados. Entre las entrevistas realizadas, se incluían los testimonios de personal sanitario confirmando que algunos muertos tenían amplias heridas causadas por balas expansivas, con quemaduras de pólvora en la piel que sólo se producen cuando se dispara a una corta distancia. Las nuevas evidencias han forzado a las autoridades a abrir una investigación que aún está en curso.

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