Fosas de Tetelcingo: Las historias de las víctimas

Jaime Luis Brito
Con el rostro de sus ausentes en la playera o en una manta, familiares de personas desaparecidas trabajan con la fiscalía estatal, la Universidad Autónoma el Estado de Morelos y corporaciones federales en las fosas clandestinas de Tetelcingo. Registran minuciosamente la extracción de cuerpos a fin de ayudar a identificarlos y así aliviar el dolor de sus deudos, como narran Concepción y Lina, dos de las buscadoras a las que se debe en gran medida la reapertura de las fosas.

 

TETELCINGO, Mor. (Proceso).- Esta población morelense “representa la confirmación de que el Estado también tiene sus fosas clandestinas”, dice Javier Sicilia, fundador del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Al menos aquí, la fiscalía local cavó dos, o “quizá tres”, donde depositó irregularmente más de 100 cuerpos. Las autoridades dicen que es una “práctica común” de las fiscalías del país, aunque eso sea ilegal.

Durante las recientes exhumaciones, además de los equipos periciales de la Fiscalía General del Estado (FGE), la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), la Procuraduría General de la República y la Policía Federal, un grupo de madres y otros familiares de desaparecidos han tenido que usar trajes Tyvek, como los que usan los peritos, a fin de presenciar y registrar todo lo que ocurre en las fosas.

En este caso ha sido fundamental la labor de María Concepción Hernández Hernández, madre de Oliver Wenceslao, un comerciante de Cuautla secuestrado y asesinado por delincuentes en 2013, y luego sepultado ilegalmente junto con los otros cuerpos en estas fosas.

Tras recuperar el cuerpo de su hijo en diciembre de 2014, María Concepción y su hermana Amalia iniciaron una batalla legal y civil para lograr que las fosas fueran reabiertas y se identificara a los demás cadáveres.

Ella nació en Cuautla y tiene 55 años. “Jamás imaginé que esto pasaría. Pero la fuerza me la da mi hijo, porque yo amo demasiado a mis hijos, por eso estoy aquí, porque no puedo dejar de pensar en lo que estarán pasando las mamás de las personas que están en las fosas”, dice en un receso de los trabajos.

Bajo su traje especial blanco porta una playera con la imagen de Wenceslao. Lleva una gorra que le sombrea el rostro. Su mirada es tímida; durante la entrevista se voltea en varias ocasiones. Desde el principio de la entrevista pide que no le pregunte nada de lo que sucede en las fosas, pues no quiere dar información que ponga en riesgo la diligencia.
Ella es parte del equipo que va registrando las condiciones en las que se recuperan cuerpos de la fosa. Uno de los coordinadores de la UAEM le había comentado al reportero que la señora no estaría directamente en las fosas y ella admite que muchas veces tiene miedo: “Sé que no soy valiente”. De todas formas levantó la mano para participar y no se ha perdido ninguna fase del procedimiento.

Su familia se dedica a la venta de pollo en Cuautla, un negocio heredado de sus padres y que ahora continúan sus hijos. “Estudié hasta el cuarto semestre de medicina en la UNAM, pero después me casé y dejé la carrera”.
Cuando se le pregunta por qué está aquí, se le nubla la mirada. Dice que Oliver Wenceslao, que era “como cuchillito de palo”, ahora le sigue insistiendo: “Me dice: ‘¿Ya vieron lo del oficio? ¿Ya presionaron a esta autoridad?’ Así sigue siendo. Me habla a través de las ideas que tengo. Es el vocero de los desaparecidos, por eso luchamos hasta que se abrieran las fosas. Ahora esperamos que todas las personas que están aquí encuentren a sus familias”.

Esta mujer menuda y de cabello cano acompañó en el campo El Maguey al rector de la UAEM, Jesús Alejandro Vera Jiménez, y al poeta Javier Sicilia, quienes dieron a conocer que el juez ordenaba la apertura de las fosas. El lugar estaba acordonado y con sellos de la FGE, pero Vera y Sicilia pasaron al centro para dar el anuncio desde el interior, con el apoyo de María Concepción y otras personas.

Eso les costó que el gobierno de Graco Ramírez acusara a todo el grupo de sabotaje y ultrajes a la autoridad. No es la primera vez que ocurre; es una víctima que durante más de dos años fue revictimizada y ahora es criminalizada por las autoridades que, en su opinión, deciden no hacer su trabajo. Cuando se le recuerdan los cargos que le fincó el gobierno, contesta: “Si me meten a la cárcel, nada más te pido que me lleves unos cigarritos. No fumo, pero puedo aprender”. Aunque el gobierno morelense se comprometió a retirar esa denuncia, no queda claro en qué etapa se encuentra.

El pasado lunes 23, primer día de los trabajos con la retroexcavadora, las autoridades se dieron cuenta de un error: las fosas estaban a un lado del hoyo que tomó todo el día abrir. “¿Qué te digo? Es el colmo. Y todavía se atreven a decir que no hay irregularidades”, comenta la entrevistada mientras mueve la cabeza con ­desaprobación y se acomoda el traje, que se desacomodó al mostrar la imagen de su hijo, porque en unos minutos se reiniciarán los trabajos de exhumación.

Tranquilina Hernández Lagunas es madre de Mireya Montiel Hernández. El 13 de septiembre de 2014 esta joven, entonces de 18 años, salió con su novio, pero éste la dejó sola un momento y cuando regresó ya no estaba. Desde entonces Tranquilina comenzó a buscarla.

Hace un mes, al enterarse del caso de las fosas de Tetelcingo, solicitó a un juez que instruyera a la FGE para que la UAEM participara en la exhumación e identificación de los cuerpos como su representante. Lo logró. Estos trabajos de exhumación con observadores y equipo técnico le deben mucho a su intuición.

Esta madre joven y soltera no pierde el buen humor a pesar de la tragedia. Anteriormente su mayor preocupación era llevar el sustento a Mireya y su otra hija, de 13 años, que estudia la secundaria. Era trabajadora doméstica “en casas de judíos”, pero desde que desapareció su hija dejó de trabajar y se dedicó de lleno a investigar su paradero. Para “irse sosteniendo” recicla periódicos y hace artesanías.
Aparte de contribuir a la apertura de las fosas de Tetelcingo, hace unas semanas, Hernández Lagunas formó parte de la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas que fue a Veracruz, donde localizó fosas con restos humanos. Su fuerza se nota cuando habla.

“No sé si voy a encontrar a mi hija aquí, porque yo la sigo buscando con vida. Pero debo tener los pies en la tierra, aunque mi esperanza es que continúe viva y no se encuentre aquí”, dice mientras se nublan sus ojos café claro.
Recuerda sus inicios como buscadora: “Me fui juntando con otras mamás. Entendí que la desaparición de mi hija no es la única, que existen muchas que andan como yo, buscando hasta debajo de las piedras. Un día supe que había una capacitación para buscar en fosas. Es muy difícil aceptar que la hija de uno puede estar en una fosa; una quiere pensar que las va a encontrar con vida. Pero de todos modos fui.

“Me enseñaron cómo rascar la tierra, cómo usar la pala y el pico. Me enseñaron cómo es el olor cuando hay gente enterrada. Aprendí. Después vino la Brigada (Nacional) y primero pensé que no podría ir, por mi otra niña. Pero mi familia me ha apoyado mucho; saben que debo hacerlo, así que terminé yendo a Veracruz”.

Buscar allá es diferente: “Miedo, miedo real, lo he sentido en Veracruz. Aquí en Morelos no es miedo, es más bien rabia, dolor, tristeza”.

Enfundada en su traje Tyvek con el logo de la UAEM en la espalda, Hernández Lagunas se encuentra en el filo de las fosas, registrando cada detalle. Uno a uno los cuerpos van saliendo y ella escucha, registra, observa. “No tengo estudios (terminó la secundaria), pero la verdad, a algunos de los peritos de la fiscalía les podríamos enseñar su trabajo”, dice divertida.

Para el cuarto día de exhumación se le ve cansada. Tiene ojeras, pero no se raja. “Tenemos que seguir. Las personas que están en las fosas no son basura, no son animales, hay que apurarnos y sacarlos a todos de ahí”, dice a pesar de que la diligencia puede demorarse otros 15 días.
Además, la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas regresará a Veracruz, y Lina, como la llaman sus amigos, ya se prepara para ir:

“El dolor que siento es el mismo que tienen otras madres, otras familias. Yo quiero contribuir a buscar a otras personas. Traje esa lona con la cara de mi hija, la puse ahí porque quiero que si sale en las cámaras (de televisión), quizás alguien la haya visto y me avise. Pero también quiero que si ella ve las imágenes, se dé cuenta de que la estoy buscando, de que a pesar del tiempo no he dejado de buscarla, de extrañarla”, explica mientras baja el rostro.

Se le cae su celular. “¡Ese teléfono! Ya no lo quiero, siempre se me cae”, dice sonriente; lo levanta, se despide y regresa a trabajar.

Junto a las carpas de la UAEM, una ambulancia sirve para la toma de muestras. Unas 40 personas han venido porque oyeron que estos días también están elaborando de manera gratuita el perfil genético de los familiares. Con el rostro triste, con el dolor vivo en la mirada, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con la fotografía de sus ausentes, van contando su historia, mil veces repetida y mil veces ignorada.

Al fondo se escucha la retroexcavadora. Camarógrafos y fotógrafos se pelean un lugar sobre la pipa de la UAEM que les sirve de mirador en el límite del perímetro. Otros se acomodan entre las rejas de seguridad. Las madres miran con esperanza la escena. La máquina ha exhumado a un cuerpo más. Mientras unas mujeres cantan la Oda a la alegría o pintan un hermoso mural sobre papel, otras se apuran a darle la bienvenida al cuerpo rescatado del abismo: “¿A qué hora salió?” Apuntan en una cartulina la fecha, la hora y el número de cuerpo; luego la atan al perímetro.

En el oriente, el Popocatépetl exhala otra fumarola.

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